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¿Tenemos buen gobierno?

Por Omar Garfias

@Omargarfias


Las sociedades avanzan cuando sus miembros se asocian, cuando colaboran.


Avanzan más rápido cuando su cooperación se vuelve comportamiento, costumbre, valor, regla, ley e institución.


Es más duradero el avance si las instituciones no son cooptadas por una minoría y los resultados no están captados solo por pocos.


En las sociedades con mayor desarrollo humano (Noruega, Suiza, Irlanda) cooperar es lo habitual y lo respetado.


La democracia no es un paraíso, es algo más modesto, es el camino para entendernos, para cooperar.


La democracia no se consigue solo con elecciones libres y competidas. Es necesario, también, que las relaciones entre los ciudadanos y entre los políticos estén fincadas en el diálogo, la equidad y el respeto. Un clima de tolerancia.


Para que exista la democracia es esencial que las diferentes voces y los diversos intereses estén dentro de las instituciones, los foros y los espacios públicos.


Nadie fuera, nadie suprimido.


La democracia es la celebración de la diversidad, del escuchar al otro y de hablarle a los demás.

La democracia nos asegura que tengamos un lugar en la sociedad. Que no seamos ni mudos, ni invisibles, ni prescindibles ni enemigos públicos. Permite que todo interés legítimo sea tomado en cuenta.


La pretensión de expulsar a los que discrepan es autoritarismo


La primera coartada de la exclusión del distinto se da cuando alguien proclama que es el vocero del “bien del pueblo”.


No existe la única vos del pueblo. Existen muchísimas voces.


La sociedad es un tejido de múltiples opiniones.


Quien dice que el pueblo habla, pretende convertirlo en un títere. Miente porque los deseos del pueblo son contradictorios, porque cambian de un instante al siguiente, porque el desacuerdo, tan natural como el agua, rompe cualquier ilusión de unidad, nos aclara Jesús Silva Herzog Márquez.


Los gobernantes democráticos se ocupan de conformar los espacios de colaboración, los esquemas de equilibrio, los momentos de deliberación y las agencias para decidir certeramente.

Los gobiernos democráticos abren espacios para que los ciudadanos sean protagonistas y la participación política no se reduzca a lo electoral.


La armonía es resultado de la deliberación y la inclusión, no de la polarización.


A cualquier gobierno, para mantener la indispensable eficiencia, le sirve mucho que existan voces que expresen intereses, que la sociedad cuente con medios de comunicación y una opinión pública informada que pueda prevenir y denunciar, y que funcionen grupos de especialistas que lo supervisen y califiquen desde afuera.


Los gobiernos son más eficaces si tienen contrapesos que ejerzan la vigilancia, la denuncia y la calificación.


“Si la administración y el gobierno representativo funcionasen “perfectamente”, no sería necesario, en efecto, ningún poder corrector de control. El problema es justamente que se puede constatar una propensión estructural a su mal funcionamiento, aunque sea marginalmente. Es por este motivo que se necesita de un tercero vigilante para asegurar la buena marcha de las instituciones públicas” nos advierte Pierre Rosanvallon.


Los gobernantes autoritarios se dedican a eliminar, descalificar, estigmatizar y bloquear. Procuran suspender el intercambio con los otros, tienen la tentativa de fijar de una vez para siempre los fines y principios de la sociedad, para que solo haya una voz.


El déspota quiere asentar una sola verdad única.


Ante la incertidumbre económica y la marea de opiniones y datos, muchas personas quieren escuchar qué hay una sola verdad única y se entregan a quien dice que la posee.


El máximo error del gobernante autoritario es suponer que puede obligar a todos los ciudadanos a que sean como esas personas que hoy aceptan su opinión como la única y, también, creer que esas personas se comportarán así eternamente.


El autoritarismo tiene muchos incentivos: da satisfacción inmediata al gobernante, concentra poder en él y atrae una nube de aduladores.


Empero, la historia del autoritarismo muestra como los supuestos obedientes acumulan agravios y exclusión de sus intereses y llega el momento en que concretan su inconformidad.


Por oír solo una voz, esos gobiernos autoritarios van perdiendo capacidad de percatarse de las demandas sociales y de generar movilización de la ciudadanía para resolver problemas.


La falta de acciones y espacios que provoquen tanto cooperación como unidad social, desemboca en el fracaso de las sociedades.


Aún teniendo mayores recursos naturales, los estados de la República donde privan los arreglos excluyentes y autoritarios, son los más pobres del país.


El colonialismo autoritario sembró miseria en los territorios dominados.


El autoritarismo tiene la bandera de la enemistad.


Convoca a la guerra civil fría, fantaseando con la desaparición del enemigo. No indaga la manera dialoguista de resolver los conflictos sino en la destrucción del contrario.


Los gobiernos autoritarios terminan oyendo solo a sus sirvientes y a sus aduladores. Cierran los ojos a la realidad y eso los aleja de la eficacia.


Cada decisión política de los actores políticos desteje la democracia o la fortalece.


Con ofensas y amenazas, el autoritarismo taladra el fondo de la nave en la que navegamos todos.


Sin vida democrática no hay buen gobierno.



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